Ciudades
Educadoras se
inició como movimiento en 1990 con motivo del I congreso Internacional de
Ciudades Educadoras, celebrado en Barcelona, cuando un grupo de ciudades
representadas por sus gobiernos locales planteó el objetivo común de
trabajar conjuntamente en proyectos y actividades para mejorar la calidad de
vida de los habitantes, a partir de su implicación activa en el uso y la
evolución de la propia ciudad y de acuerdo con la carta aprobada de Ciudades
Educadoras. Posteriormente, en 1994 este movimiento se formaliza como
Asociación Internacional en el III Congreso celebrado en Bolonia.
La presente Carta se fundamenta
en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948); en el Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966); en la
Convención sobre los Derechos de la Infancia (1989); en la Declaración
Mundial sobre Educación para Todos (1990), y en la Declaración Universal sobre
la Diversidad Cultural (2001).
La ciudad educadora ha de
ejercitar y desarrollar esta función paralelamente a las tradicionales
(económica, social, política y de prestación de servicios), con la mira puesta
en la formación, promoción y desarrollo de todos sus habitantes. Atenderá
prioritariamente a los niños y jóvenes, pero con voluntad decidida de
incorporación de personas de todas las edades a la formación a lo largo de la
vida.
Las razones que justifican esta
función son de orden social, económico y político; orientadas, sobre todo, a un
proyecto cultural y formativo eficiente y convivencial. Estos son los grandes
retos del siglo XXI: en primer lugar, "invertir" en la educación, en
cada persona, de manera que ésta sea cada vez más capaz de expresar, afirmar y
desarrollar su propio potencial humano, con su singularidad, creatividad y
responsabilidad. En segundo lugar, promover condiciones de plena igualdad para
que todos puedan sentirse respetados y ser respetuosos, capaces de diálogo. Y,
en tercer lugar, conjugar todos los factores posibles para que pueda
construirse, ciudad a ciudad, una verdadera sociedad del conocimiento sin
exclusiones, para lo que hay que prever, entre otras necesidades, un acceso
fácil de toda la población a las tecnologías de la información y de las
comunicaciones que permiten su desarrollo.
Las ciudades educadoras, con sus
instituciones educativas formales y sus intervenciones no formales (con
intencionalidad educativa fuera de la educación reglada) e informales (no
intencionales ni planificadas) colaborarán, bilateral o multilateralmente, para
hacer realidad el intercambio de experiencias. Con espíritu de cooperación,
apoyarán mutuamente los proyectos de estudio e inversión, bien en forma de
cooperación directa, bien colaborando con organismos internacionales.
La protección del niño y del
joven en la ciudad no consiste sólo en privilegiar su condición. Importa además
hallar el lugar que en realidad les corresponde junto a unas personas adultas
que posean como virtud ciudadana la satisfacción que debe presidir la
convivencia entre generaciones. Niños y adultos aparecen, a principios del
siglo XXI, necesitados por igual de una educación a lo largo de la vida, de una
formación siempre renovada.
La diversidad es inherente a
las ciudades actuales y se prevé un incremento aún mayor en el futuro. Por
ello, uno de los retos de la ciudad educadora es promover el equilibrio y la
armonía entre identidad y diversidad, teniendo en cuenta las aportaciones de
las comunidades que la integran y el derecho de todos los que en ella conviven
a sentirse reconocidos desde su propia identidad cultural.
Vivimos en un mundo de
incertidumbre que privilegia la búsqueda de seguridad, que a menudo se expresa
como negación del otro y desconfianza mutua. La ciudad educadora, consciente de
ello, no busca soluciones unilaterales simples; acepta la contradicción y
propone procesos de conocimiento, diálogo y participación como el camino idóneo
para convivir en y con la incertidumbre.
Se afirma pues, el derecho a la
ciudad educadora, que debe entenderse como una extensión efectiva del derecho
fundamental a la educación. Debe producirse una verdadera fusión, en la etapa
educativa formal y en la vida adulta, de los recursos y la potencia formativa
de la ciudad con el desarrollo ordinario del sistema educativo, laboral y
social.
La ciudad es, pues, un marco y un agente
educador que, ante la tendencia a la concentración del poder, practica la
opinión pública y la libertad; ante la tendencia al gregarismo, expresa el
pluralismo; ante la tendencia a distribuir desigualmente las posibilidades,
defiende la ciudadanía; ante la tendencia al individualismo, se esfuerza por
practicar la individualidad solidaria. Facilita el tejido de los hábitos
ciudadanos que crean el sentido de reciprocidad, el cual engendra el
sentimiento de que existen intereses que no han de ser lesionados. Une con los
suaves lazos de la vida compartida. Permite formar personas sensibles tanto a
sus deberes como a sus derechos".
La ciudad cuenta con las mejores
condiciones materiales para forjar una oferta general de difusión de los
aprendizajes y de los conocimientos útiles para vivir en sociedad y, al mismo
tiempo, puede crear la gradación más dispersa de desigualdades en su
distribución.